Escapar
de Corea del Norte es una odisea que requiere dinero, paciencia y suerte.
Impensable cruzar directamente a Corea del Sur. La línea que divide la
península coreana en dos —la denominada Zona Desmilitarizada— es la última
frontera de la Guerra Fría, la más vigilada del mundo. Los desertores solo
pueden huir a China y confiar en no ser descubiertos por las autoridades. Si el
destino final es Corea del Sur, es imprescindible dar un inmenso rodeo por
Tailandia o Mongolia, países que facilitan el salto. En el aeropuerto de Seúl
empieza el segundo capítulo de una odisea que equivale a viajar en el tiempo:
pasar de un Estado
totalitario anclado en los cincuenta con una renta per cápita
de 800 dólares (640 euros) a unapotencia
mundial de la electrónica y la innovación, donde la renta per
cápita supera los 26.000 dólares (20.800 euros).
La
primera parada en territorio surcoreano para los refugiados es un centro de los
servicios de inteligencia. Allí son interrogados durante semanas hasta
asegurarse de que no son espías. Los desertores ingresan entonces en Hanawon,
un centro gubernamental donde durante 12 semanas los preparan para adaptarse a
su nueva vida. Y eso implica un aprendizaje de lo más diverso. Incluye clases de
oficios como cocinera, costurera, secretaria, florista, camarero, mecánico de
coches o soldador; aprender a usar un ordenador, una tarjeta de crédito (en
Seúl cada vez es más raro pagar en efectivo), descubrir el vocabulario que los
coreanos del Sur han incorporado desde la partición de la península o sacarse
el carné de conducir.
La
adaptación requiere otros conocimientos que implican una reeducación en toda
regla. Resetearse. Borrar lo aprendido desde la niñez. Incluye estudiar
historia —un relato que nada tiene que ver con la propaganda
que los refugiados mamaron desde la infancia, que culpa a
Estados Unidos y a “los títeres de Corea del Sur” de todos sus males—, aprender
cómo funcionan una democracia liberal y la economía de mercado, qué implican
las leyes o en qué consisten los derechos humanos. Entre clase y clase, los
visitan dentistas y médicos.
Miles
de desertores han hecho este curso acelerado para adaptarse al siglo XXI.
Aunque el Estado les da vivienda, ayuda laboral y económica durante cinco años,
integrarse es un desafío descomunal. Desde 1999 hasta la semana pasada habían
llegado a Corea del Sur 27.132 desertores (el 76% mujeres, el 84% de tres
provincias del noreste fronterizas con China). La surcoreana es una sociedad de
50 millones de habitantes (el doble que su vecino norteño) que en seis décadas
ha prosperado de manera inimaginable. Pero el desarrollo económico ha
conllevado una cultura de competencia feroz en la que los niños van a clases
particulares hasta casi medianoche, y en la que difícilmente hay espacio para
quien creció en una dictadura donde empleo, vivienda y los alimentos básicos
están garantizados (en teoría).
Pero
la mayoría de los desertores no huye del represivo sistema basado en el control
de la información y los castigos colectivos. Son amas de casa y campesinos que
cruzan a China escapando de la miseria. Muchos ni se planteaban desertar,
cruzaban a China para hacer dinero —la corrupción ha abierto fisuras en la
frontera— pero una cosa les llevó a otra, y un día aterrizaron en Seúl.
Los
desertores norcoreanos son una fuente clave para reconstruir las
atrocidades perpetradas por el régimen. “Las primeras preguntas
son del tipo ‘¿Has visto alguna producción visual hecha fuera del país?,
¿Conoces a alguien que fuese enviado a un campo de prisioneros?, ¿A alguien que
haya desaparecido de repente?, ¿Conoces el concepto de derechos humanos?”,
detalla la investigadora Jeanne Kim. Con los testimonios, ella y sus colegas
construyen la base de datos del Centro para los Derechos Humanos en Corea del Norte. Sus
informes son un relato de los peores espantos, ocurridos a menudo años antes de
la huida.
Intentar
huir al sur o ayudar a otros a hacerlo está duramente castigado. El sargento
Kim Hyul-chun, de 23 años, fue fusilado por aceptar un soborno de ocho mujeres
que pretendían cruzar a China. Lo ataron a un poste en el patio de un cuartel
de la ciudad norteña de Dokso-ri. Era el 9 de febrero de 2009. “Ya estaba medio
muerto cuando lo subieron al patíbulo”, explicó a la ONG un testigo que pidió
el anonimato por seguridad personal. “Había diez soldados, cada uno le disparó
diez balas. Dijeron que había que fusilarlo ante los soldados para que sirviera
de ejemplo”, relató en 2012.
Articulo original: http://internacional.elpais.com/internacional/2014/10/03/actualidad/1412364802_055652.html
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